La minería en el centro del debate político
EL RETORNO DE LOS BRUJOS
Hasta hace apenas unos meses yo disfrutaba de un placido trabajo en un ministerio de punta en blanco. Allí, conocí a un agradable señor, que frisaba ya casi 80 años, y que era asesor en el gabinete de asesores del señor ministro. Nos hicimos muy amigos, pues compartíamos la misma oficina en el histórico palacete que era la sede ministerial. Uno de los grandes talentos de Lalo, que así era el nombre de combate de mi viejo amigo, era el de contar historias. Las tenía muchas y muy variadas, de todo tipo y, en su mayoría, rocambolescas. Su vida había, que duda cabe, sido muy intensa. Pertenecía a una de esas viejas familias tradicionales de apellido compuesto y, por lo tanto, conocía a todo el mundo y tenía un sentido bastante desarrollado de la política florentina que, en su caso, venía de familia, pues su padre había sido ministro del Presidente Prado en su último gobierno, si la memoria no me falla. De Lalo podría decirse que era un “viejo zorro” en el mejor sentido de la palabra y que, tras su apacible rostro y sus elegantes maneras, sabía por viejo y por diablo.
Lalo era arquitecto y sociólogo. Estas profesiones y sus excelentes contactos internacionales --Lalo era miembro activo de la Democracia Cristiana, una de las redes de colocación laboral más eficientes del mundo-- fueron sin duda las que le permitieron calificar para un puesto en las Naciones Unidas, en uno de esos programas para el desarrollo famosos en los años 70 del siglo pasado. Se trataba de ayudar a los países pobres y así, Lalo tuvo que viajar con toda su familia al África occidental.
La idea de la ONU era dotar de agua a las paupérrimas poblaciones de uno de esos países semi desérticos. El agua era allí la principal fuente de riqueza pues su escasez la hacía más valiosa que el oro. En síntesis, el proyecto de la ONU giraba en torno a un modelo de desarrollo basado en el agua. Así pues, al escuadrón de consultores de la ONU entre los que estaba Lalo, se les designó zonas determinadas para la construcción de pozos de agua. Y, en efecto, los pozos empezaron a construirse por cientos en ese país africano.
Algo, sin embargo, salió mal. Terminados los pozos y ante la estupefacción de los batallones de la ONU, el agua era imbebible. Los pozos habían sido envenenados. Un ambiente de terror comenzó a apoderarse del personal de la ONU ante las caras cada vez más agrestes de los lugareños y la impotencia de las autoridades oficiales. La atmósfera estaba cargada en todos lados, menos en un lugar: el de la zona de Lalo. Allí ningún pozo había sido saboteado y reinaba la más absoluta armonía y paz.
¿Qué había pasado? Pues nada más simple que brujería. Brujería y poder. No se trataba pues de desembarcar bajo la bandera de la modernidad de la ONU a batallones de ingenieros y sus artilugios maravillosos. No se trataba tampoco de ofrecer agua que era lo que menos había y, por lo tanto, más se necesitaba. Menos aún de visionarios discursos de desarrollo que nadie entendía. Ni qué decir de los lejanos permisos y tratados de cooperación internacional al amparo de unas autoridades seudonacionales en un país tribal. No, no se trataba de nada de eso. Se trataba de que quienes mandaban en las tribus eran los brujos con sus plumas y sus maracas y que, por lo tanto, cualquier desarrollo posible en beneficio de la comunidad tenía que ser obra exclusiva de ellos. Porque, ¿para qué servían sino los brujos?
Tan simple como eso. Así pues, los brujos sólo podían competir con la maravillosa tecnología y sabiduría occidental de la ONU de una manera: embrujando los pozos. De tal forma que el centro del debate político en la tribu no era el agua, ni el desarrollo, sino a quien beneficiaba el agua y el desarrollo. En su limitada visión occidental, los honorables batallones de ingenieros de la ONU pensaban que debía ser al país o al pueblo. Se equivocaron de cabo a rabo. Lalo, el cazurro democristiano, vio que para que el proyecto triunfe debía beneficiar al brujo. Y así lo hizo. Sus pozos manaron abundante agua fresca por obra y gracia del poder divino del brujo del cual Lalo se convirtió en un simple asistente, un subordinado, una sombra a su servicio con plumas y todo. Y luego de cumplir su misión y cobrar su sueldo de la ONU, partió dejando el agua y el desarrollo al poder mil veces incrementado del brujo.
SALVO EL PODER TODO ES ILUSIÓN
El centro del debate político en una sociedad cualquiera no es, como se piensa usualmente, el bienestar del pueblo, el desarrollo de un país y su modelo político o económico o la justicia social versus la libertad individual, por poner simplemente algunos ejemplos. El centro del debate político ha sido, es y siempre será el poder (en abstracto) y su fuente (en concreto). Quien olvide esta lección tan simple y tenga alguna relación con la política estará, sin duda, desenfocado con todas las consecuencias que de ello se sigan.
Por lo tanto, hablar de cualquier actividad productiva como centro del debate político es una ilusión por más que esa ilusión parezca realidad. En los años 50 y 60 del siglo pasado, el petróleo ocupaba el “centro del debate político” en muchos países del mundo. Esto, por supuesto, no era más que una ilusión en la medida de que el verdadero debate político estaba en el subtexto de ese debate, es decir, a quién investía de poder el petróleo. Si a las transnacionales o al Estado nacional. En buen romance, si a Rockefeller o a Armand Hammer, o si a Nasser o a Juan Velasco Alvarado. De eso se trataba simplemente el asunto de las nacionalizaciones sesenteras y setenteras, más allá del moño ético del modelo de desarrollo que lo adornaba.
Hoy sucede lo mismo con la minería en nuestro país. La única diferencia consiste en que la estructura política del Perú ha cambiado profundamente desde la época del general Velasco, y el todopoderoso Estado nación --que los mayores de 40 años conocimos entonces cuando éramos niños-- se está licuando ante nuestros pies. El hecho que tenemos que reconocer para actuar políticamente en consecuencia es que, poco a poco, la unidad e integridad de la República está poniéndose en entredicho. Es decir, el poder político central del Presidente de la República y sus ministros así como el de la representación nacional afincada en el Congreso está languideciendo a favor de poderes regionales y locales cada vez más contestatarios y poderosos. Así, se está incubando, poco a poco, una feudalización del Perú.
Que esto sea bueno o malo o reversible o irreversible es un asunto fuera del alcance de estas líneas. Simplemente es un dato de la realidad con el que se debe jugar el juego del poder. En ese juego, la minería, que ha sido hasta este momento la locomotora del crecimiento nacional ocupa el lugar de privilegio. Seamos claros, no hay política sin dinero. Por lo tanto es el poder el que pone a la minería en el “centro del debate político” por añadidura. Así, de lo que se tratará es de ver a quién favorece, en términos de poder, la riqueza que la minería aporta para el Perú.
Cuando todo era más simple, esto es, cuando el poder político central estaba sólidamente constituido, la respuesta era clara. La minería tenía que favorecer los intereses políticos del poder central. Así era mucho más fácil negociar porque en teoría no había más que uno o pocos interlocutores válidos a los que satisfacer y, una vez llegados a acuerdos, el país entero los respetaba. No cabía en la mente de nadie en el territorio nacional que esto pudiera ser objetado. De tal forma que cualquier beneficio político de la riqueza producida por la minería lo capitalizaba el poder central, bajo el eufemismo de una gran ganancia para el Perú, el pueblo y la nación peruana.
Hoy el gran error político consiste en creer que esto sigue siendo así. Es decir, que el pacto entre el poder del dinero que tiene como fuente a la minería y el poder político sigue teniendo como eje el poder central. De ahí se sigue el poco éxito que ha tenido el discurso político que ha tratado de justificar la existencia de la actividad minera como pilar del desarrollo nacional y de todos los peruanos.
El hecho es que la competencia emergente de noveles poderes políticos regionales y locales ha degradado cualquier explicación “nacional” de los beneficios de la minería en términos de riqueza. Ese discurso es pues un discurso fallido pues lo que importa ahora no es ya si la minería desarrolla al Perú como nación y, por lo tanto al poder político central, sino si desarrolla, favorece o beneficia a tal o cual colectivo regional o local y, por lo tanto, al poder político que lo representa. Así, resulta sintomático que, hace apenas unos días, el principal opositor político a la actividad minera en Cajamarca, el Presidente regional Gregorio Santos, anuncie apoteósicamente la inauguración del Hospital Regional de Cajamarca (10/9/2012), obra financiada enteramente por el proyecto minero Yanacocha. De eso se trata el juego del poder, de que la “licencia social” es simplemente la licencia del poder correcto y oportuno. Y si esto se hubiera entendido antes, tal vez las cosas no hubieran llegado al estado rupturista al que han llegado en Cajamarca.
ENEMIGO MÍO
La ventaja de jugar el juego en los términos que propongo, es decir, bajo las reglas florentinas del poder como las que mi amigo Lalo utilizó en el África para lograr la bendición de los brujos convirtiéndose en su sombra, es que relativiza el debate sobre el “modelo de desarrollo” al que la minería sirve y que es la fuente de un cuestionamiento sistemático por diversas visiones del mundo. En otras palabras: pone de lado la ideología como fuente de confrontación absoluta mientras rescata el poder como factor de acuerdos y alianzas, incluso con los enemigos.
Pero hay que reconocer una realidad concreta antes de avanzar. La minería es una actividad económica del pasado. Como del pasado son la agricultura, la ganadería y la industria de las grandes chimeneas. El gran debate político hoy en los Estados Unidos entre demócratas y republicanos es que los primeros, liderados por el presidente Obama, quieren reinventar la economía de los Estados Unidos fundándola en las nuevas tecnologías para liderar así el futuro, mientras que los segundos buscan, curiosamente, relanzar las grandes actividades extractivas que en su momento hicieron la riqueza de América, como el carbón y el petróleo. Para cualquiera con un poco de sentido histórico ningún país que tenga como ejes de su desarrollo al carbón y el petróleo puede en el siglo XXI liderar económicamente el mundo. Así, siendo la minería una actividad económica del pasado estará siempre a la defensiva con relación a las actividades económicas del futuro. Es con ese destino como horizonte con el que la minería tiene que lidiar.
Pero que la minería sea una actividad económica del pasado no significa que no sea necesaria y que tenga que convivir con el futuro. El problema para la minería se presenta cuando, en el tercer mundo sobre todo, ésta se convierte en el motor de un modelo de desarrollo basado en el libre mercado. Aquí es donde se multiplican sus enemigos y no tanto por la minería, sino por el libre mercado.
Si la minería fuese la quinta rueda del coche de un modelo de libre mercado en un país subdesarrollado la cosa sería muy distinta. Nadie hablaría de ella. Pero cuando es el motor, quienes por una u otra razón son desafectos al sistema, no pueden más que buscar que se queme el motor para acabar con el sistema.
En ese sentido, pueden identificarse a grandes rasgos tres opositores ideológicos a la actividad minera que, en menor o mayor grado, cuestionan el modelo de desarrollo capitalista de libre mercado: Los ambientalistas, los tradicionalistas indígenas y la izquierda marxista.
Los primeros consideran que el modelo económico liberal es el causante de un cambio climático que tarde o temprano terminará destruyendo la vida civilizada en el planeta. Así, sin proponer ningún modelo alternativo ideológico ni prácticamente viable, los ambientalistas agrupados en poderosas redes de ONG mundiales aliadas con socios locales, cuestionan la existencia misma de las actividades industriales y extractivas en la medida de que éstas están concebidas y orientadas a alimentar el sistema que está destruyendo el planeta.
A los marxistas, en realidad, les importaría muy poco la minería sino fuera porque ésta no está al servicio de su sistema. Si lo estuviera serían los primeros en fusilar a cualquiera que se oponga al “desarrollo de los pueblos”. Pero como la minería es el motor del sistema opuesto, entonces cargan las tintas y las calles en el entendido de que si cae la actividad productiva que apuntala económicamente el crecimiento económico y por lo tanto el sistema al que ese crecimiento sirve, caerá el sistema.
Finalmente, los tradicionalistas indígenas son aquellos que buscan rescatar identidades culturales ancestrales “violadas” por el sistema capitalista de libre mercado a través de la actividad minera. En el contexto histórico de una reafirmación de una identidad latinoamericana cada vez más dinámica según los tiempos que corren, los apus, las cochas y la pachamama tendrán cada vez mayor predicamento como uno de los tantos discursos tendientes a reivindicar una pretendida “nacionalidad continental”.
De estos tres enemigos de la minería se puede llegar a acuerdos políticos con dos en la medida de que sólo dos tienen posibilidades reales de gobierno en un ámbito limitado (regional y local) que no les permite políticamente cambiar las reglas de juego del sistema económico imperante. Estos son los marxistas y los tradicionalistas indígenas. En efecto, dadas estas circunstancias, cualquiera que tenga posibilidades de gobierno sin poder cambiar en esencia un sistema político y económico que tiene a la minería como un actor principal, tendrá que convivir con ésta para gobernar. Y la convivencia se funda en pactos políticos. El enfoque adecuado es aquí no competir con el poder político sino servirlo. Ese es el pacto. Lo contrario es lo que sucede hoy en Cajamarca con una situación al límite: la guerra, donde el agua es tan prescindidle que si no la regenta el cacique de turno, simplemente los reservorios no van. Y ya sabemos quién está ganando la guerra allí, como los brujos la ganaron a las cuadrillas de la ONU que se olvidaron de pactar con ellos. Lo que quiere decir que la minería no puede eclipsar al poder político porque de lo contrario es muy probable que pierda esa partida.
La regla de oro es entonces que es preferible que el enemigo por cuestiones ideológicas te necesite por cuestiones prácticas a que te conviertas en su competencia práctica y, entonces, ya no le sirvas para nada más que de irredimible enemigo ideológico.
Quienes sí son enemigos irredimibles porque no se puede llegar a ningún pacto político con ellos son los ambientalistas. Y esto en la medida de que no tienen ninguna posibilidad de gobierno ni local, ni regional ni, mucho menos, nacional. Así, al estar liberados de ser gobierno por su orfandad electoral no necesitan hacer pactos políticos con sus enemigos, como sí lo necesitan los izquierdistas y los tradicionalistas indígenas. Esto los hace muy peligrosos sobre todo cuando se encaraman en puestos de decisión política por delegación donde pretenden hacer realidad sus programas ideológicos saboteando cualquier posibilidad de entendimiento con las actividades extractivas. Con ellos sólo cabe la guerra.
CONCLUSIÓN
El centro del debate político ha sido, es y siempre será el poder. Nunca una actividad económica, cualquiera que esta sea. Por lo tanto, pensar que la minería es el “centro del debate político” no es más que una ilusión.
De lo que se trata entonces es de identificar donde está el poder para poder negociar con él. Hoy, el poder está menos en el Estado nacional y más en las circunscripciones políticas regionales y locales donde se desarrollan las actividades mineras. Es decir, es la periferia y no el centro lo que define hoy el poder que le interesa a la minería.
La minería tiene entonces que redefinir su relación con la periferia, convirtiéndola en su nuevo centro.
Esta redefinición tiene que abandonar cualquier ecuación ideológica de defensa de un modelo de desarrollo determinado si quiere alcanzar el éxito político, es decir, que la minería siga operando con la menor cantidad de problemas posibles.
De lo que se trata entonces es que los beneficios de la minería los capitalice el poder político de turno, independientemente de la visión del mundo que tenga, así como que esos mismos beneficios los anhelen los principales aspirantes al poder.
Es la convivencia y no la competencia con los actores políticos la regla de oro para que la minería opere en paz.
De tal forma que si el negocio requiere que se lance fuego por la boca haciendo ofrendas a los apus y a la pachamama, pues, ni qué decir: son sólo negocios. Después de todo no están de más las cartas marcadas por la “buena ventura”. Hasta hay una mina que se llama así, ¿verdad? ¿O es que alguien quiere ser víctima de un mal de ojo?
*Conferencia para el forum de comunicaciones en Expomina 2012